divendres, 26 de desembre del 2008

Si me acordara

Hubo una época, aquella en la que lo moderno se medía construyendo edificios grises con aluminosis, que en el semisótano de nuestra casa vivía un matrimonio joven junto con sus padres. Lo poco que les conocía se debía a que mi abuelo, dueño de la finca, les alquilaba el pequeño habitáculo, de modo que en alguna ocasión Juan, que es como se llamaba el marido joven, había intercambiado alguna que otra palabra conmigo. Por otro lado yo no me prodigaba demasiado por el barrio excepto para sacar a pasear al perro o lanzar huesos de cereza desde la terraza a los coches que se paraban en el semáforo (en temporada, claro).

Lo que me parecía ya entonces bastante significativo era que mi intuición sobre su presencia en su casa se veía siempre confirmada por la desgradable costumbre (yo entonces la encontraba cuando menos divertida) que tenía la madre del tal Juan consistente en sorber fuertemente los mocos para escupir a continuación. O eso me parecía a mí. Por supuesto, cada vez que esto ocurría nos daba a mi hermano y a mí por reirnos y yo, por mi parte y en un cierto secreto, atisbaba a imaginar como estaría el piso de la casa. Entonces no podía reprimir una mueca de repugnancia.

En cualquier caso, el padre de Juan, también llamado Juan por una de esas casualidades más bien poco frecuentes, era quien se dedicaba a hacer la compra para toda la familia, puesto que hijo y nuera tenían sendos trabajos que atender, y la madre de Juan, de nombre esquivo, le costaba valerse por sí misma. Las pocas veces que la vi usaba bata y zapatillas, ahora que lo pienso no creo que nunca llegara a verla vestida de calle. Supongo que el siguiente recuerdo que tengo de ella es que un día ya no intuí, más bien oí, su presencia. Por lo que nos dijeron en una de esas conversaciones más o menos banales, el frío se la llevó en la noche y al parecer no se enteró de nada. Claro que es difícil saber si uno, en esas ocasiones, tiene un último pensamiento, como por ejemplo "me he olvidado de añadir jabón de marsella a la lista de la compra", y saberse jodido porque justo al instante siguiente, aquél en que paralelamente se inicia el movimiento para hacer algo que nos lo haga recordar, como decía en aquél instante, uno va y muere. Para desgracia de algunos. No creo que este fuera su caso ya que Juan (padre) siguió gestionando con eficiencia la compra familiar y no me pareció en ningún momento que la no inclusión del jabón de marsella la descompensara de ninguna manera.

Mi curiosidad por la compra se acrecentó cuando me di cuenta del tiempo que dedicaba a la misma. Con seguridad ya había sido así antes, sólo que yo tenía otras cosas que hacer, como jugar a pelota en el patio interior, practicar mi puntería (era primavera), o simplemente matar el rato sentado mirando por la ventana (sin mirar, dejando deslizar la vista). Decidí pues no comer más cerezas furtivamente (cabe decir que mi verdadero interés estaba en los huesos, y creo que a partir de allí aprendí a apreciar la carne), y convine conmigo mismo en seguirlo.

Me asombró que dedicara toda la mañana a una empresa tan banal como comprobar todos los elementos de una lista. Aún sin el recurso fácil y obvio de un supermercado, hubiera podido elegir un par de tiendas, o tres a lo sumo, donde realizar la mayoría de sus adquisiciones. Pero no, Juan ponía todo su empeño en recorrer la mayor parte de los comercios del barrio y a veces de barrios vecinos. Mis primeros días de espía (de pacotilla) fueron más bien deprimentes porque no conseguí ningún resultado y casi levantar sus sospechas hacia mí. Sin embargo, al poco me di cuenta de que lo árduo de su tarea estaba en memorizar, con asombrosa precisión, los precios de distintos productos para luego refugiarse en un bar y, tomándose un café con leche, decidir en qué orden comprar las cosas. Bueno, en ningún momento llegué a saberlo con certeza, pero me pareció razonable llegar a tal conclusión: la evidencia de su comportamiento no dejaba otros caminos abiertos. También hay que decir que la confirmación definitiva, almenos internamente para mí, se dio cuando, al tener la buena idea de comentarlo en casa, mi madre me dio un sopapo del que todavía me acuerdo. De todos modos, me pareció una actitud, la de Juan, muy extraña, por un lado, aunque también admirable por otro, una preocupación de esas en el quehacer diario seguro que absorbía mucha energía y aún así la venía haciendo, bueno, yo creo que desde siempre, pero eso seguro que se debe a no tener ninguna evidencia de que fuera distinto antes.

Con el tiempo fui perdiendo interés, también porque entonces empezaron los mundiales de fútbol. Si recuerdo que un día, no sé por qué razón, le vi salir como siempre, sobre las nueve, y a la hora de la llegada habitual, cuando sopesaba usar huesos de albaricoque, me di cuenta de que no volvía. Estuve un buen rato pendiente, pero luego pensé que era muy posible que simplemente aquel día algún que otro recado lo hubiera retrasado, o incluso que tenía menos que comprar. No le di importancia, hasta que la Mabel, la vecina de al lado, se pasó por casa a eso de las seis para contarle a mamá que habían encontrado a Juan al otro lado de la ciudad, sentado en una acera, algo sucio, llorando. A la pregunta de qué le pasaba, o bien que de dónde era, sólo respondía: si me acordara, señorita, si me acordara...

dilluns, 8 de desembre del 2008

Rarezas

Desde hace unos meses, a las diez y treinta y dos minutos de la noche exactamente me pongo a llorar, con desconsuelo y a la vez sin demasiada pasión, algo tal vez contradictorio. No dura mucho, un par de minutos a lo sumo, lo justo para que después de quitar los platos de la mesa me fije en el mantel para descubrir, no sin cierto asombro mientras todavía sorbo mocos, el esbozo de una cara de mujer que, desde un más allá textil, me observa con cautela y cierta desazón. Atributos que, dicho sea de paso, son puramente subjetivos.

Quizás lo más curioso es que lo único totalmente invariable es la hora en que me sucede tan extraño fenómeno. Sus efectos empiezan ya a preocuparme puesto que influyen en mi otrora buenísima capacidad para conciliar el sueño. Para mitigarlos he intentado tomarme infusiones relajantes--que más que relajarme me dan ganas de ir al lavabo con más frecuencia--o comprimidos a base de hierbas como la valeriana, la pasiflora y yo qué sé. Sin éxito, claro está. El cambio de horarios de la cena, aunque sopesado, quedó fuera de lugar, para no ceder a un chantaje vil por parte, además, de alguien intangible que no ha sido ni invitado. Y lo totalmente variable es el lugar y la forma en que se me aparece tal visión. Cada día elige un rincón completamente distinto del mantel, y quien se muestra también, siempre a continuación de mis espasmos llorones, es otra mujer...o quizás no, quizás es la misma aparición que elige distinta máscara para desconcertar mis pobres expectativas, o es tal vez una variación apenas perceptible que nubla el pensamiento. He probado sin demasiado entusiasmo el truco ya manido de mirar fijamente un punto (de la mesa o de la pared del comedor), pero hasta hoy mis intentos han sido inútiles.

Esta mañana he recibido carta del banco en la que, por un efecto perverso de la mal llamada crisis, me informan de que mi cuota hipotecaria será más llevadera. De momento.