dilluns, 8 de desembre del 2008

Rarezas

Desde hace unos meses, a las diez y treinta y dos minutos de la noche exactamente me pongo a llorar, con desconsuelo y a la vez sin demasiada pasión, algo tal vez contradictorio. No dura mucho, un par de minutos a lo sumo, lo justo para que después de quitar los platos de la mesa me fije en el mantel para descubrir, no sin cierto asombro mientras todavía sorbo mocos, el esbozo de una cara de mujer que, desde un más allá textil, me observa con cautela y cierta desazón. Atributos que, dicho sea de paso, son puramente subjetivos.

Quizás lo más curioso es que lo único totalmente invariable es la hora en que me sucede tan extraño fenómeno. Sus efectos empiezan ya a preocuparme puesto que influyen en mi otrora buenísima capacidad para conciliar el sueño. Para mitigarlos he intentado tomarme infusiones relajantes--que más que relajarme me dan ganas de ir al lavabo con más frecuencia--o comprimidos a base de hierbas como la valeriana, la pasiflora y yo qué sé. Sin éxito, claro está. El cambio de horarios de la cena, aunque sopesado, quedó fuera de lugar, para no ceder a un chantaje vil por parte, además, de alguien intangible que no ha sido ni invitado. Y lo totalmente variable es el lugar y la forma en que se me aparece tal visión. Cada día elige un rincón completamente distinto del mantel, y quien se muestra también, siempre a continuación de mis espasmos llorones, es otra mujer...o quizás no, quizás es la misma aparición que elige distinta máscara para desconcertar mis pobres expectativas, o es tal vez una variación apenas perceptible que nubla el pensamiento. He probado sin demasiado entusiasmo el truco ya manido de mirar fijamente un punto (de la mesa o de la pared del comedor), pero hasta hoy mis intentos han sido inútiles.

Esta mañana he recibido carta del banco en la que, por un efecto perverso de la mal llamada crisis, me informan de que mi cuota hipotecaria será más llevadera. De momento.

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